sábado, 31 de octubre de 2009

Nosotros y los medios

Cara TV pública:

Siendo las 13.00 horas del sábado 31 de octubre, acabo de ver la emisión de “Madres de la plaza…”. Muy a tono con esta víspera de halloween, el programa fue horroroso.
Aunque es evidente que la rítmica televisiva de la conducción de Hebe necesita ajustarse, lo que más llamó la atención fue el deplorable manejo de cámaras y la pésima producción o selección de las imágenes que acompañaron sus comentarios.
Tomando en cuenta que el ciclo –si mal no leo en la web – cumplirá dos años en enero próximo, y que, seguramente, no debe ser en vivo, aspectos que agravan los defectos mencionados, pienso que es tiempo de replantearnos nuestra relación con los medios de comunicación y poner el énfasis en la cuestión de su buen uso.
En tal sentido, aprovecho para mencionar que el paso de el Bahiano por El Salvador dejó muy mucho que desear. En especial su reflexión final, cargada de un retardado espíritu de neutralidad política, a contramano, cuando menos, del repertorio mostrado por sus protagonistas, para no decir de la historia viva del país.
Leonardo Favio es tan excelente como cantante que como cineasta. Pero son excepciones (si no preguntarle a Madonna). Ser un rock star del reggae, valga el adjetivo, es envidiable. Ahora bien: ser además un bonvivant del turismo reportero, que recorre las calles de Latinoamérica al rescate de bagualas, todo con ese semblante circunspecto de los hermanos Pauls, es algo que a los mortales ya nos está dando bastante por los cojonudos ovarios. Asimismo los discursos de la Cristina, y sus deferencias para con los irritantes tarambanas del perimido “CQC”.
Salvedades a la vista, felicitaciones en general y en particular para el fútbol y “678”.
Juan Bautista Echegaray

PD: Besos para Hebe, y pedirle una vez más que nos de el gusto de verla sin el bendito pañuelo.

Happy Halloween (Yankilizados al mango)

martes, 27 de octubre de 2009

Una checa

De ser un viajero curtido hubiera llevado conmigo una guía turística, con sus mapas detallados y toda la información indispensable. Me hallaba en la punta de la península de Yucatán. ¿Cómo llegar entonces desde ahí hasta El Salvador dándome el gusto de asomarme por un país de habla inglesa? Los relojes de la terminal de ómnibus de Cancún daban las diez de la mañana. Sobre un planisferio multicolor que indicaba poco más que las capitales del mundo, marqué la línea que debía atravesar Belice.
Había partido de Buenos Aires hacía una semana. Cancún era la bisagra en la ruta de mi pasaje: Buenos Aires/Cancún/Habana/Cancún/Buenos Aires. De ida hacia Cuba aguanté allí cuatro horas de aeropuerto que habría olvidado por completo de no mediar el hecho de que estaba en México, y porque cuando el barman me preguntó si deseaba “chiles jalapeños” para debutar con los tacos, dije que sí. Nadando apeteciblemente en la vinagreta de su frasco parecían inofensivas lonjas de ají. Le zampó tres a cada taco. Aunque saqué fuerzas de adentro para no toser fue inevitable derramar algunas lágrimas, pero a lo macho me terminé el avispero hasta el último aguijón.
Los siete días en La Habana transitaron entre una casa de protocolo y el departamento que tiene la Mechi en los monoblocks del barrio La Timba, cerca de Plaza de la Revolución. Al son de mi vagar por las calles resquebrajadas del período especial giraba dentro del walkman el London conversation de John Martyn.
A la vuelta de Cuba arrancaba la aventura propiamente dicha, la de navegar Centroamérica por tierra. Con mi boleto hasta Chetumal –capital del Estado de Quintana Roo, en el límite con Belice– aquel lunes 1° de marzo de 1999 cumplí una vieja promesa y salí por la bonita vecindad a comprarme “una torta de jamón”.
Mi metro ochenta y cuatro no encontró manera de acomodar las piernas. Por compañera de asiento me tocó una canadiense que pronto se bajó en Tulum, no sin antes recomendarme la parada. Como a las seis de la tarde, bastante maltrecho por la catramina, llegué a destino, y nomás desembarcar me estaba aguardando la suerte. Mientras consultaba el cronograma de salidas se me acercó una señorita que, medio en español medio en inglés, me dio a entender que era la azafata de un bus que ya zarpaba para Belice City, llegando esa misma noche. Significaban otras seis horas de contorsionismo, pero qué conexión tan magistral para desperdiciarla.
Y empezó realmente bien ese cortísimo viaje. Entretanto unos farmers de piel gringa y sombreros de paja ocupaban sus lugares, el chofer subía el volumen del reggae beliceño. “Belice, allá voy” apunté entusiasmado en mi diario. A los veinte minutos un río dividía las fronteras. Con los sellos de salida de la patria del Chavo cruzamos el puente, pero la arisca suerte no. Se me quedó riendo desde la otra orilla. En la siguiente aduana un negrísimo guardián me comunicó que no podía pasar sin visa. Le expliqué lo que me habían dicho en la agencia de viajes: “But in my country they told me that I don´t need visa to come here”. “Yes –replicó señalándonos a ambos con el índice– but your country and my country are two different countries”.
Me tuve que devolver en taxi hasta Chetumal. A conseguir hotel primero, a merodear un rato después, y a consumar la noche empinando latas de cerveza en el cuarto, a puro onanismo inspirado por unas minúsculas revistitas picarescas que son muy populares entre los mexicanos. Cerrando una historieta, la voluptuosa caricatura en cuatro patas cedía con deleite a los rufianes, aullando: “Dense un quemón!!!”
Al día siguiente me dirigí al Consulado, desembolsé los 30 dólares de entrada a Belice, y reembarqué. Creo que esta vez no crucé el río solo. En el camino fui reconociendo que la arquitectura del paisaje era como la de esos pueblos del Mississipi que me eran familiares del cine. Me fascinó el cuerpo y la piel morena de una jugadora de hándbol que se sentó a mi lado. Estuve dispuesto a bajarme con ella en su páramo y no me guardé las intenciones. Lo gracioso del trayecto fue un personaje parecido a Samuel Jackson (el compañero de Travolta en Pulp Fiction) a quien de repente le dio por asustar al grito de “¡Booh!” a un pasajero que presumo lo observaba con insolencia.
Éramos cuatro los extranjeros en busca de cambio y sin saber dónde alojarnos al arribar a Belice City: una chica de la República Checa, otra alemana, su hijo y yo. Nos agrupamos, adquirimos dólares locales y resolvimos ir al mismo albergue de mala muerte. Como de todos modos no era barato, con la checa decidimos compartir habitación. Se llamaba Martina, como su famosa paisana Martina Navratilova. Escogidas las camas le cedí el primer turno de la ducha y salí a fumar al balcón. Desde la vereda otro afroamericano me ofreció mariguana. Mi audacia ignoraba las crónicas de homicidio que más tarde nos contaron los huéspedes veteranos de la posada. Me mandé al bar de enfrente, y por un verde billete de cinco dólares beliceños recibí envuelto en papel un verde puñado de césped recién podado. Eso sí, me rehusé a invitarle una cerveza. Era de noche cuando salí con las chicas y el muchachito hasta un restaurante que quedaba a media cuadra. Ya nos habían advertido del peligro.
Pedí pollo frito. Aunque torpe, no fue ruda la alemana cuando se declaró asombrada de mi pobre inglés, que más que humilde carecía de toda práctica. La checa le recordó que ella no hablaba español. Pronto el niño tuvo sueño y me ofrecí para escoltarlos a su pieza. De regreso en el restaurante accedí con mucho gusto a pagarle la cena a una lugareña que no andaba en buena racha. Suficientemente bebidos y charlados, bajo la luna del balcón a Martina y a mí no nos quedó más que besarnos. No era linda. Era mujer, era de otro país, era grandota, rubia, me aceptaba.
Por la mañana salimos a pasear los cuatro y desayunamos con vista al puerto de pescadores. Luego por mi cuenta me escurrí entre las fachadas de madera y las galerías coloniales al estilo de la Habana Vieja. La ciudad, ubicada en la desembocadura al Mar Caribe del río Belice, fue capital de la Honduras Británica hasta que en 1970 el centro político se mudó a Belmopan. El país ya había adoptado el nombre del río cuando en 1981 se independizó de Inglaterra, aunque sigue siendo miembro de esa extensa comunidad de naciones conocida como “Commonwealth”, con la reina Isabel II a la cabeza.
En algún recoveco de lo que en siglos pasados supo ser nido de piratas y corsarios, intercambié miradas poco amigables con el traficante de pasto, pero no pasó a mayores y continué sacando fotos de gente desconocida. Una de ellas no fue furtiva. Se la tomé a un joven rastafari que a la solicitud me regaló su rostro y su cabellera posando con una onda igual de inmensa y bella.
Caminando a solas consideré que ya era miércoles, que para cubrir las elecciones presidenciales de El Salvador tenía previamente que ubicar a mi contacto, que era preciso estar ahí antes del domingo. Llevaba un día de retraso, y aunque era feliz me sentí algo intranquilo. Una hora de avión separaba esa sensación de su contraria. Volar en una máquina de tiempo era la solución y no dudé en usar la tarjeta dorada con el relieve de mi nombre. Al final de la jornada me iría a dormir en San Salvador.
El resto del equipo llevaba el rumbo de Guatemala vía el paso de Melchor de Mencos. Los horarios y la dirección de nuestros respectivos muelles coincidían. Fui el primero en bajar del taxi de la despedida. Claro que en la intimidad de la siesta ya nos habíamos dicho adiós con la checa. Un par de veces.



viernes, 16 de octubre de 2009

Escandalizados


“–¿Acaso la tarea del departamento de policía es acosarme a mí cuando esta ciudad es la desvergonzada capital del vicio del mundo civilizado? –atronó Ignatius, por encima del gentío que había frente a los grandes almacenes–. Esta ciudad es famosa por sus jugadores, prostitutas, exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas, onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la basura a la calle, por sus lesbianas... gentes todas que viven en la impunidad mediante sobornos. Si tiene usted un momento, estoy dispuesto a discutir con usted el problema de la delincuencia; pero no cometa el error de fastidiarme a mi.”

(“La conjura de los necios”, de John Kennedy Toole)

martes, 13 de octubre de 2009

Fideleff


A Eduardo Fideleff lo conocí en alguna casa de Olivos el mismo domingo que atravesé un ventanal volando. Calculo que fue a mediados de los setenta, porque yo no tendría ni diez años. Mis padres y los Fideleff se habían conocido a través de la Gringa Lara, una amiga en común de la que no he vuelto a saber desde hace mucho
 
Entre las pocas imágenes que conservo del almuerzo están los grandes charlando, bebiendo y riendo en el comedor, ambientados por una luz de invierno que llegaba desde el patio trasero. Los niños jugábamos en la habitación calefaccionada que las hijas del matrimonio anfitrión tenían en la planta superior. Desde allí me veo bajando las escaleras a una velocidad infantil y encarando hacia la puerta corrediza que dividía la cocina del patio. Traicionado por mi astigmatismo, y con un envión extraordinario, me lancé hacia el aire libre como un pequeño superhéroe. El estallido del vidrio fue espectacular, y la conmoción del almuerzo tal como si un meteorito hubiera caído a escasos metros del asado

Pese al estupor generalizado aterricé sin un rasguño, y de los momentos posteriores guardo el más tierno recuerdo de mi madre. Sentados en una cama del cuarto de las nenas, donde los menores habíamos estado chivateando hasta minutos antes, con el alivio taciturno que había sucedido al susto ella me acariciaba el pelo. Mientras, abajo recogían mortíferos pedazos de vidrio y se buscaba la manera de aplacar el espanto
 
Los fines de semana que íbamos de los Fideleff permanecen iluminados en la oscuridad del tiempo por un resplandor inconfundible de soles dominicales. Se mudaron varias veces, y con ellos su hospitalidad, los asados, las conversaciones sobre política, los rigurosos ejércitos de ajedrez apostados en el living. Como siempre vivieron en la provincia, para visitarlos hubo que tomar hasta tres colectivos, coger el tren, y en cierta época atravesar una larga cancha de fútbol al final del trayecto. Las medialunas más ricas que haya probado se compraban en una panadería cerca de la casa donde traspasé la ventana, sobre una ancha avenida del Gran Buenos Aires en cuyas vitrinas han quedado estampados el sabor crujiente del hojaldre y aquel brillo solar, todo envuelto por docenas en papel de confitería
 
Mi simpatía por Eduardo y su familia se mantuvo intacta durante los años en que los encuentros familiares se fueron haciendo más esporádicos y poderosas tormentas sacudían el barco de mi adolescencia. No es sino hasta el ingreso a la universidad que Fideleff vuelve a entrar en escena para convertirse en un personaje fundamental de mi vida
 
Con bombo y platillos, yo había anunciado mi decisión de entrar a la carrera de medicina, para lo cual debía aprobar primero el Ciclo Básico Común, u obstáculo “nivelador” que la reforma educativa de los radicales impuso a partir de 1986. El invento obedecía a la necesidad de contener las nuevas camadas estudiantiles, desamparadas por un presupuesto estatal saqueado para justificar y ampliar los negocios de la empresa privada hacia otros rubros, entre ellos la enseñanza
 
Uno de los trabajos obligatorios del CBC consistía en enfrentar una vez más a la dura y noble Química, que yo había derrotado sin problemas a mi paso por la escuela técnica. Pero en el cuadrilátero universitario la quimera me sorprendió con la guardia baja. O mejor dicho: desde los jardines de infantes, pasando de grado, subiendo de peso y altura hasta el sexto escalón de secundaria, yo había conquistado la bandera en todas las categorías, pero a los 18 años mi conducta educativa estaba agotada. Debí aprovechar el final de aquella mano para hacer una pausa en el juego y salir a estirar las piernas, cuestión de volver a la baraja del futuro con la suerte fresca. Pero entre los compañeros de un colegio de clase media baja argentina la pregunta de graduación no era precisamente “¿Adónde te pensás ir?”, sino “¿Qué vas a seguir?”. “Por el momento nada”, o “¡Música!”, responderé la próxima vez
 
Mas cometí el error de continuar sin mediar tregua en los laberintos de la educación nacional. Viéndome perdido en Creta, mi vieja agarró al toro por la astas y le llamó a Raquel Fideleff, esposa de Eduardo. Yo no sabía que nuestro viejo amigo era Licenciado en Química, ni que había sido jefe de laboratorios del famoso Sanatorio Güemes, o que a punto estuvo de asumir el decanato de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA justo antes de la dictadura. El tipo mandó a decir que encantado se ofrecía para colaborar en la fuga de mi dédalo atómico
 
Me pareció una idea excelente. Así fue como después de varios años y una hora en el colectivo 32, un sábado lluvioso por la tarde me bajé en Lanús Oeste y toqué por vez primera el timbre de la casa de la calle Zuloaga
 
Raquel me recibió y me hizo pasar directo al garage que a falta de auto se había convertido en estudio. En la penumbra de aquel interior pasado a libros y humos tabacales, por encima de unos anteojos de lectura reconocí el vistazo felino de los ojos de Eduardo. Centrada en aquella cordillera bibliográfica que revocaba los confines del estacionamiento hasta bien entrado el corazón del hogar, y al trono de una larga mesa de madera que obraba de escritorio, su abundante figura de melena y barbas blancas evocaba un Santa Claus de entrecasa, un Carlos Marx de las pampas dado a fumar con brío cigarrillos de marcas baratas: Derby, Belmont, Colt

La situación económica de los Fideleff había desmejorado desde su renuncia al puesto del Güemes, presentada a lomos del frustrado proyecto de irse con todo y familia a trabajar a Mozambique. Sobre los escombros del estilo de vida anterior a la ilusión africana se levantó el garage escuela de la calle Zuloaga, donde Fideleff me dio la bienvenida en el equivalente francés de mi nombre,“Jean Baptiste”, como me llamaría siempre

 
*

Desde luego que entre las primeras memorias despertadas por el reencuentro no faltó la antigua travesura

–Al día siguiente –recordó– fui a la vidriería para reponer el ventanal. Al hacer mi pedido y comentar el incidente, el vendedor se mostró algo apenado por lo que dedujo había terminado en una tragedia. “No, mire –le aclaré yo– lo vengo a pagar con gusto porque al muchacho no le pasó absolutamente nada. Fue algo prodigioso”. Pero en fin, Jean Baptiste, veamos qué te trae por acá
 
Cuando le mostré el programa me paseó un poco por sus días de estudiante. Laburaba a la par de las aulas, y por cada tema se compraba un libro: “Tenés que estudiar de manera que al llegar al examen te sentás, prendés un pucho, y echando una mirada a la hoja decís por lo bajo: Pero qué pavada me está preguntando maestro...”
 
Seguí yendo semana a semana. Llegaba los sábados por la tarde, trabajábamos en el garage, cenábamos en la cocina y me quedaba a dormir en Lanús. Además de las milanesas con arroz blanco que preparaba Raquel, sus pizzas, la fascinante plática de Eduardo, me seducía también la compañía de la mayor de las hijas, Rebeca, con quien nos arrimábamos después que los demás se hubieran acostado
 
Un rasgo físico significativo del Fideleff de por entonces era su reducida movilidad. Apoyado en su bastón, el hombre se erguía y caminaba con suma dificultad desde que un accidente automovilístico le había destrozado las caderas. Debió ocurrir durante la época de distanciamiento con mis padres, y era en realidad el principal inconveniente que lo marginaba de los laboratorios, para beneficio del barrio. En la mesa de Zuloaga se prepararon desde niños perseguidos por las aritméticas elementales hasta bochos aspirantes al prestigioso Instituto Balseiro, un campus de excelencia ubicado en Bariloche. Con Raquel trabajando de enfermera, las lecciones generaban el ingreso fundamental de la casa. Pero la presencia del profesor Eduardo fue ganando notoriedad y terminó dándole clase a medio vecindario. Desde temprano en la mañana hasta el umbral de la noche, la muchachada de Lanús Oeste iba y venía por Zuloaga estibando tareas, teoremas y ecuaciones. Eduardo los alivianaba con una grúa didáctica que no variaba de altura así se tratara de un pibe, un adolescente o un adulto. El cargamento era depositado sobre dársenas de papel, donde manipulado por una caligrafía numérica exquisita se lo descomponía y ordenaba con sus soluciones en las bodegas de la razón
 
Como gustaba describir a su amigo el Gordo Studenesky, Fideleff era también “un jugador de ajedrez empedernido”. Con la misma avidez ejercitada en los días de estudiante había coleccionado una tonelada de tratados sobre aperturas, medio juego, finales y lo que uno quisiera acerca de los grandes maestros. Al igual que millones de apasionados del tablero se confesaba devoto total de Bobby Fischer, y por cierto que un alto admirador de Anatoly Karpov y la URSS. Gozaba imaginándose asimismo un feliz ciudadano ruso al cabo de un día cualquiera: “Volver a casa, tomar unos vodkas mientras se calienta la cena, reproducir una partida de ajedrez publicada en el Pravda. ¿Qué más se puede pedir?”. Yo apostaría que en ese preciso instante, con el alma agobiada por el frío soviético, un hombre apellidado “Fidelev” se fabulaba otra vida al otro lado del mundo
 
El cuatrimestre terminó y aprobé Química de taquito. En el próximo vencimos codo a codo la gravedad de la Física, y por mi cuenta estrangulé a las Ciencias del Conocimiento y la Política. Hacia el final del verano, Química Biológica era el único monstruo pendiente entre yo y el ingreso. Pero tras aquellas vacaciones en San Juan yo volví anclado a la mujer que a bordo de una alfombra mágica me condujo por su cuerpo al primer cielo, en otro gran salto a través del invisible. De vuelta en Buenos Aires, en pleno febrero, no podía concentrarme en nada que no fuera fraguar mi retorno a su bendito túnel
 
Sin embargo un domingo me presenté en Zuloaga y vacié mi mochila a lo largo de la mesa. Pasmado ante el kilaje y la frondosidad de las fotocopias, al enterarse de la fecha del test –a la mañana siguiente–, mi maestro particular pronunció en veredicto una frase certera y memorable: “Jean Baptiste…Vos estás totalmente loco. Totaaalmente loco. Necesitaríamos al menos un mes para ver esto”
 
Pasaron cinco minutos de silencio, con intervalos reservados para enfatizar esa resignación: “Totalmente loco...”. Acto seguido dejamos los apuntes a un lado, otro año de universidad, y nos pusimos a hablar de minas. “Qué se yo, Jean, la mujer es otro animal”, sentenció apagando un rubio y echando prólogo a un secreto bien guardado
 
–En los días posteriores al accidente –contó– yo sufría unos dolores espantosos. El posoperatorio fue tan pero tan doloroso, que llegué hasta implorar a los doctores la administración de morfina. El efecto de la droga no sólo paralizaba el suplicio de manera instantánea, sino que me sumergía en una tempestad de sueños eróticos. En medio de esas desbocadas olas sexuales, yo naufragaba aferrado con todas mis fuerzas al cuerpo de una mujer real. Era una enfermera a quien había conocido años atrás en el sanatorio. Recobrado el conocimiento, su imagen seguía flotando sobre la resaca brumosa del calmante. Se me antojó verla. Raquel no lo sabe. Se la había presentado a mi amigo el Gordo Studenesky y habíamos salido los tres juntos en más de una ocasión. Al dejar de frecuentarnos experimenté cierto consuelo en la buena salud de mi pareja, pero no conseguí entender jamás la fórmula de su adiós. Cuando el Gordo me vino a ver al hospital le pedí por favor que la encontrara y la trajera. Pero Studenesky no logró ubicarla por ningún lado, y es el día de hoy que pienso en ella y la sigo cortejando entre los sueños que me quedan
 
Ya no volvimos a preparar materias. Al cabo de otros dos años malgastados en el empeño medicinal tuve un acierto y cambié la ciudad por el pueblo a orillas de los Andes donde nací. Y de donde volví a emigrar meses más tarde rumbo a Córdoba, endamado con la reina del lugar y planes de reanudar estudios superiores, ahora en periodismo y comunicación social. Por consiguiente las visitas a los Fideleff quedaron restringidas a mis escapadas a Buenos Aires, dos o a lo sumo tres veces al año. Si mis ganas de adentrarme en el conurbano bonaerense no eran las mejores, no dejaba de llamarlos. Él seguía apoltronado con sus alumnos y sus cigarros baratos. Si bien no alcancé a ponerla en práctica, tuve la idea de filmar un cortometraje donde él hiciera de Marx. Lo veía sentado en un banco de Plaza de Mayo, reflexionando con humor sobre la actualidad argentina, explicando la verdad de la economía política y discutiendo acerca del Diego. Cuando en Argentina se puso de moda pegarle mucho y feo a Maradona, él medio que también se prendió. Pues otra característica de Eduardo, a decir verdad la más indispensable, era su contextura natural de hincha de Ríver, y llevaba grabadas con un tajo rojo las dos virtudes millonarias: la lucidez y la arrogancia. Claro que en lo concerniente al Diego le asomaba también ese lado patán del genio riverplatense. En una oportunidad, apurando mi vino le dije: “Cuando hizo el segundo contra Inglaterra, por primera y única vez desde el accidente vos te paraste con absoluta normalidad para aplaudir y gritar como un loco, e incluso por varias horas tuviste la impresión de que ese gol te había tallado una cintura nueva, ¿sí o no?”. Con convicción científica, asintió con la cabeza y corroboró: “Sí, por supuesto, así fue”
 
 
*
 

Por lo general iba a verlos yo solo. Una vuelta me di el gusto de llegar acompañado por mi novia y mi hermano. Después de la cena se imponía una exhibición de sus talentos de oratoria y lo animé a relatar alguna anécdota del género ajedrecístico, que era mi favorito. Estaba por ejemplo aquella de cuando en el Güemes hizo su residencia médica el campeón argentino, quien completó la pasantía examinando preparados mientras deleitaba jugando simultáneas de espalda a los empedernidos tableros del sanatorio. Otra anécdota había tenido lugar en la casa ubicada al final de la cancha de fútbol:
 
“Ese fin de semana esperábamos la visita de una chica de Córdoba que venía a jugar un campeonato de ajedrez en el club de Olivos del cual éramos socios. El sábado, bien temprano, agarré el auto y la fui a recoger a la terminal. Aunque no lo esperábamos, la jugadora bajó del micro en compañía de su hermano mayor, un muchacho educado y silencioso que tendría unos quince años. Como en casa las nenas ya habían arreglado su cuarto para compartirlo con la cordobesa, al hermano lo acomodamos sin ningún problema en la habitación de huéspedes. Desayunamos con medialunas y nos fuimos todos al club para el inicio del torneo. Resulta que aquel sábado por la noche yo tenía programado un match muy importante junto con mi amigo el Gordo Studenesky y otro par de compinches. Nos enfrentaríamos con un equipo de cuatro abogados que gozaban de excelente reputación entre los círculos ajedrecistas que él frecuentaba. Pero cuando volvemos del club, al caer la tarde, recibo una llamada del Gordo diciéndome que se nos ha engripado el segundo tablero. Studenesky era el primero, yo el tercero. Por lo tanto yo pasaba a jugar contra un contrincante en hipótesis más fuerte. La urgencia era encontrar reemplazante para el tablero vacío, algo que en el crepúsculo del sábado se tornaba complicado. ¿Quién podía ser? En vano revisé mi agenda e intenté hacer un par de llamadas. Estaba saliendo de la ducha cuando volvió a sonar el teléfono: el Gordo avisaba que un sobrino suyo se ponía la camiseta suplente. Tras unas formidables pizzas de Raquel que los cordobeses devoraron con ostentoso beneplácito, partí para el certamen”. Aquí el relato se trasladaba directamente al campo de batalla:
 
“Me tocaron las blancas, y a peón 4 rey, mi temible oponente, el Dr. Benko, respondió peón 3 caballo de la reina, produciéndose la Defensa Ufimtsev. Durante mucho tiempo se la llamó Irregular, y se estimaba que las blancas conseguían bastante ventaja. Pero el gran maestro yugoslavo Pirc y el gran maestro soviético Ufimtsev la investigaron en profundidad y demostraron que las negras podían usarla perfectamente”

La reproducción y el comentario de la lucha contagiaron de entusiasmo a su audiencia. A Raquel y a mí tanto como de costumbre. Fideleff condujo con prudencia el avance de sus peones; no aceptó tomar el peón 4 rey en la jugada 13; en la 15 se opuso al avance del peón negro en 4 alfil del rey; cuatro movimientos después plantaba la torre en 6 alfil y dejaba sin salvación la retirada del caballo negro. Las negras abandonaron en la movida 21. “¿Dirías que fue tu mejor partida?”, le pregunté. “Yo creo que sí lo fue”, respondió sin quitar la mirada del momento cuadriculado de felicidad que la rendición rival había dibujado para siempre
 
“Studenesky cayó derrotado y también su sobrino. En el otro partido hicieron tablas. O sea que con mi punto del honor terminamos perdiendo 2½ a 1½. De vuelta en casa me chupé un whisky y me acosté entre muy contento por mi perfomance y algo amargado por la derrota del equipo. El domingo transcurrió en el club, al calor del evento y las parrilladas. Por la noche los chicos se durmieron temprano. El lunes a la mañana, antes de llevar a los hermanitos a la terminal, hicimos todos juntos un desayuno de despedida. La cordobesa había congeniado muy bien con mis hijas, pero el silencioso muchacho seguía sin pronunciar palabra. En el diario Clarín, la sección Deportes publicaba una partida por el campeonato provincial de Córdoba
 
–¿Conocés a estos jugadores? –pregunté al joven mencionando el nombre de los contrincantes
–El ganador es mi hermano –respondió en su acento con badenes. Algo aturdido por la respuesta me saqué lentamente los anteojos...
–¿Cómo…? ¿Y vos también jugás? –Para mi estupefacción, el hermano mudo cantó en mediterráneo:
–Sí, yo soy campeón juvenil de Córdoba
La había tenido ahí. El sábado a la noche había tenido la victoria comiendo muzzarellas y mirando tele hasta altas horas de la noche, alojada en mi propia casa”


 
*
 
Uno de los últimos almuerzos que compartimos juntos fue un domingo de Boca Ríver, en Zuloaga: “Jean Baptiste, vení, no tengas miedo. Van a ganar”, vaticinó en el convite. Boca ya lucía el equipazo que se encaminaba a conquistarlo todo, con Guillermo, Martín y los colombianos. “Viejo...”, balbuceó cuando Gallardo erró un penal para Ríver. Después del cero a cero le gané una partida dificilísima a uno de sus alumnos y me despedí antes de las pizzas de Raquel
 
Los finales de su vida fueron de lo más interesantes. De improvisto, un contrato con una petroquímica apareció para reintegrarlo a su añorada jungla de pipetas, reactivos y matraces. Por si fuera poco, para su traslado hasta el Dock Sud la compañía le proporcionó un desvencijado Peugeot 505 que Fideleff montaba tras una serie de pacientes fintas de cadera. El carro, que a pesar de una vida de maltratos conservaba cierta elegancia, restituyó a su vez el estudio a su empleo original como estacionamiento. Vaya a saber qué se hizo la larga mesa de madera donde alguna vez le pedí que me dijera cuál de todas las ciencias le parecía la principal, y contestó “supongo que la matemática, porque es aplicable a todo”
 
El regreso al oficio y al volante lo redimieron y rejuvenecieron de tal forma que de pronto, de un día para el otro, se despidió de la provincia de Buenos Aires y se marchó una temporada a Epuyén, en el sur hippie, muy cerca del Instituto Balseiro. Sé que allá disfrutó como nadie de la vida comunitaria de los artesanos, de su pan casero, y del aire y los lagos puros y celestes como los ojos que Fideleff le heredó a su primer nieto, hijo de Rebeca, con quien se dedicó a contemplar ocasos patagónicos a lo Padrino en su huerta

A su gran amigo el Gordo Studenesky la aguja le cayó antes que a él. Nunca llegué a conocerlo personalmente
 
Lo de Eduardo comenzó con un infarto cerebral, ya de vuelta en Lanús Oeste. Aunque resistió la descarga y no le aflojó a los cigarros baratos, se hizo evidente que el grosor de su lenguaje había mermado. Cuando hablábamos por teléfono, la charla vivaz de antes se limitaba ahora al estacato: “Qué tal”, “Qué hacés”, “Bueno”
 
La última intervención notable que le registro aconteció en la cocina de Zuloaga, ahí donde había festejado una docena de campeonatos de Ríver Plate, el mundial 86, e innumerables noches de sábado estiradas meta tinto hasta las peleas de fondo del boxeo. Ahora era Raquel la voz cantante. Le gustaba hablar de su marido, de “Fideleff”, como también solía llamarlo, y en la corriente de su amor podía escucharse el lamento maternal de una sociedad que libra sus mejores hijos a la fortuna comercial, a una competencia propietaria obsoleta, estúpida y perversa. En el diagnóstico contable de la salud de Eduardo, Raquel hizo mención a un detalle de importancia: una si bien no impetuosa todavía decente actividad de alcoba. Instantáneamente lo miré a Eduardo, que seguía con atención las palabras de su mujer. Con un rápido movimiento de cabeza me miró fijo y agregó: “Qué va hacer viejo…”
 
Cuando murió yo recién había vuelto de Noruega. Desde Lanús lo llevamos a un crematorio por Lomas de Zamora. Mientras esperábamos las cenizas, de súbito comprendí mi derecho de asomarme al infierno y pedí pasar. Poco acostumbrados a la presencia espía de seres vivientes, los diablos se mostraron algo incómodos, pero me abrieron la puerta. El temido lugar resultó ser muy parecido a un taller o una carpintería. Sí señor: el infierno es un galpón con un inmenso horno metálico en el centro. El féretro destapado estaba listo para entrar. Los ojos cerrados, la barba y la melena blanca, mi querido amigo se aprestaba a ofrendar su cuerpo ante el poderoso mate de la reina negra. Entonces no me emocioné, como ahora que lo recuerdo. Simplemente hice algo que quería hacer, antes de recibir la cajita caliente con su polvo de ángel e irnos todos a comer a un diente libre frente al bingo de Lanús. Ver una vez más a Fideleff, que arremetía decidido hacia las llamas

Juan Bautista Echegaray
San Salvador, El Salvador, 2005 

martes, 6 de octubre de 2009

"¿Che Juan?"

Moon:
Debe haber sido una noche a fines del ´97, para cuando ya habíamos dejado el glorioso departamento de balcones celestes de la Ambrosio Olmos. O quizás en el `98, que lo fui a visitar al Adri al décimo piso de San Lorenzo. Estábamos charlando en la pieza; tu viejo descansaba otro día de labranza en “Savino Sanitarios”. Desde algún tiempo atrás, el Omar y yo sabíamos que compartíamos película favorita: El Padrino. La cosa es que en un momento escuchamos un llamado desde la cocina: “¿Che Juan?”. Era para mostrarme orgulloso su regalo de cumpleaños, ni más ni menos que la colección en video de los tres Padrinos. Esta joyita que hoy cuelgo la descubrí por cuando se murió el Omar. El casting que pasó Robert para hacer de Vito Corleone en sus años mozos. He aquí mi abrazo y mi recuerdo.