martes, 27 de octubre de 2009

Una checa

De ser un viajero curtido hubiera llevado conmigo una guía turística, con sus mapas detallados y toda la información indispensable. Me hallaba en la punta de la península de Yucatán. ¿Cómo llegar entonces desde ahí hasta El Salvador dándome el gusto de asomarme por un país de habla inglesa? Los relojes de la terminal de ómnibus de Cancún daban las diez de la mañana. Sobre un planisferio multicolor que indicaba poco más que las capitales del mundo, marqué la línea que debía atravesar Belice.
Había partido de Buenos Aires hacía una semana. Cancún era la bisagra en la ruta de mi pasaje: Buenos Aires/Cancún/Habana/Cancún/Buenos Aires. De ida hacia Cuba aguanté allí cuatro horas de aeropuerto que habría olvidado por completo de no mediar el hecho de que estaba en México, y porque cuando el barman me preguntó si deseaba “chiles jalapeños” para debutar con los tacos, dije que sí. Nadando apeteciblemente en la vinagreta de su frasco parecían inofensivas lonjas de ají. Le zampó tres a cada taco. Aunque saqué fuerzas de adentro para no toser fue inevitable derramar algunas lágrimas, pero a lo macho me terminé el avispero hasta el último aguijón.
Los siete días en La Habana transitaron entre una casa de protocolo y el departamento que tiene la Mechi en los monoblocks del barrio La Timba, cerca de Plaza de la Revolución. Al son de mi vagar por las calles resquebrajadas del período especial giraba dentro del walkman el London conversation de John Martyn.
A la vuelta de Cuba arrancaba la aventura propiamente dicha, la de navegar Centroamérica por tierra. Con mi boleto hasta Chetumal –capital del Estado de Quintana Roo, en el límite con Belice– aquel lunes 1° de marzo de 1999 cumplí una vieja promesa y salí por la bonita vecindad a comprarme “una torta de jamón”.
Mi metro ochenta y cuatro no encontró manera de acomodar las piernas. Por compañera de asiento me tocó una canadiense que pronto se bajó en Tulum, no sin antes recomendarme la parada. Como a las seis de la tarde, bastante maltrecho por la catramina, llegué a destino, y nomás desembarcar me estaba aguardando la suerte. Mientras consultaba el cronograma de salidas se me acercó una señorita que, medio en español medio en inglés, me dio a entender que era la azafata de un bus que ya zarpaba para Belice City, llegando esa misma noche. Significaban otras seis horas de contorsionismo, pero qué conexión tan magistral para desperdiciarla.
Y empezó realmente bien ese cortísimo viaje. Entretanto unos farmers de piel gringa y sombreros de paja ocupaban sus lugares, el chofer subía el volumen del reggae beliceño. “Belice, allá voy” apunté entusiasmado en mi diario. A los veinte minutos un río dividía las fronteras. Con los sellos de salida de la patria del Chavo cruzamos el puente, pero la arisca suerte no. Se me quedó riendo desde la otra orilla. En la siguiente aduana un negrísimo guardián me comunicó que no podía pasar sin visa. Le expliqué lo que me habían dicho en la agencia de viajes: “But in my country they told me that I don´t need visa to come here”. “Yes –replicó señalándonos a ambos con el índice– but your country and my country are two different countries”.
Me tuve que devolver en taxi hasta Chetumal. A conseguir hotel primero, a merodear un rato después, y a consumar la noche empinando latas de cerveza en el cuarto, a puro onanismo inspirado por unas minúsculas revistitas picarescas que son muy populares entre los mexicanos. Cerrando una historieta, la voluptuosa caricatura en cuatro patas cedía con deleite a los rufianes, aullando: “Dense un quemón!!!”
Al día siguiente me dirigí al Consulado, desembolsé los 30 dólares de entrada a Belice, y reembarqué. Creo que esta vez no crucé el río solo. En el camino fui reconociendo que la arquitectura del paisaje era como la de esos pueblos del Mississipi que me eran familiares del cine. Me fascinó el cuerpo y la piel morena de una jugadora de hándbol que se sentó a mi lado. Estuve dispuesto a bajarme con ella en su páramo y no me guardé las intenciones. Lo gracioso del trayecto fue un personaje parecido a Samuel Jackson (el compañero de Travolta en Pulp Fiction) a quien de repente le dio por asustar al grito de “¡Booh!” a un pasajero que presumo lo observaba con insolencia.
Éramos cuatro los extranjeros en busca de cambio y sin saber dónde alojarnos al arribar a Belice City: una chica de la República Checa, otra alemana, su hijo y yo. Nos agrupamos, adquirimos dólares locales y resolvimos ir al mismo albergue de mala muerte. Como de todos modos no era barato, con la checa decidimos compartir habitación. Se llamaba Martina, como su famosa paisana Martina Navratilova. Escogidas las camas le cedí el primer turno de la ducha y salí a fumar al balcón. Desde la vereda otro afroamericano me ofreció mariguana. Mi audacia ignoraba las crónicas de homicidio que más tarde nos contaron los huéspedes veteranos de la posada. Me mandé al bar de enfrente, y por un verde billete de cinco dólares beliceños recibí envuelto en papel un verde puñado de césped recién podado. Eso sí, me rehusé a invitarle una cerveza. Era de noche cuando salí con las chicas y el muchachito hasta un restaurante que quedaba a media cuadra. Ya nos habían advertido del peligro.
Pedí pollo frito. Aunque torpe, no fue ruda la alemana cuando se declaró asombrada de mi pobre inglés, que más que humilde carecía de toda práctica. La checa le recordó que ella no hablaba español. Pronto el niño tuvo sueño y me ofrecí para escoltarlos a su pieza. De regreso en el restaurante accedí con mucho gusto a pagarle la cena a una lugareña que no andaba en buena racha. Suficientemente bebidos y charlados, bajo la luna del balcón a Martina y a mí no nos quedó más que besarnos. No era linda. Era mujer, era de otro país, era grandota, rubia, me aceptaba.
Por la mañana salimos a pasear los cuatro y desayunamos con vista al puerto de pescadores. Luego por mi cuenta me escurrí entre las fachadas de madera y las galerías coloniales al estilo de la Habana Vieja. La ciudad, ubicada en la desembocadura al Mar Caribe del río Belice, fue capital de la Honduras Británica hasta que en 1970 el centro político se mudó a Belmopan. El país ya había adoptado el nombre del río cuando en 1981 se independizó de Inglaterra, aunque sigue siendo miembro de esa extensa comunidad de naciones conocida como “Commonwealth”, con la reina Isabel II a la cabeza.
En algún recoveco de lo que en siglos pasados supo ser nido de piratas y corsarios, intercambié miradas poco amigables con el traficante de pasto, pero no pasó a mayores y continué sacando fotos de gente desconocida. Una de ellas no fue furtiva. Se la tomé a un joven rastafari que a la solicitud me regaló su rostro y su cabellera posando con una onda igual de inmensa y bella.
Caminando a solas consideré que ya era miércoles, que para cubrir las elecciones presidenciales de El Salvador tenía previamente que ubicar a mi contacto, que era preciso estar ahí antes del domingo. Llevaba un día de retraso, y aunque era feliz me sentí algo intranquilo. Una hora de avión separaba esa sensación de su contraria. Volar en una máquina de tiempo era la solución y no dudé en usar la tarjeta dorada con el relieve de mi nombre. Al final de la jornada me iría a dormir en San Salvador.
El resto del equipo llevaba el rumbo de Guatemala vía el paso de Melchor de Mencos. Los horarios y la dirección de nuestros respectivos muelles coincidían. Fui el primero en bajar del taxi de la despedida. Claro que en la intimidad de la siesta ya nos habíamos dicho adiós con la checa. Un par de veces.



3 comentarios:

  1. Cuanta experiencia adquirida en tu peregrinar por el mundo...demas esta decir que esta fue mayormente sobre mujeres que en periodismo, definitivamente haciendo honores del apellido q secunda tu nombre.

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  2. Buena noticia para un año que viene muy pero muy flojo de películas, no? Encima en el cable cuando no están dando "Van Helsing" están los cachetes colorados y los ojitos chiquitos de la Bridget Jones.

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