¿Cuándo fuimos por última vez al cine?
¿Cuál fue la última película que vimos?
Dos preguntas gemelas que no acertábamos a
contestar.
¿La de los vecinos porteños en cuarentena? Esa nos gustó. Nada del otro mundo, pero superior
al pésimo promedio de la cinematografía nacional moderna.
¿La de los pibes cartoneros de Córdoba? De ahí nos levantamos a los pocos minutos con los
oídos ametrallados por el verbo sustantivo “culiado”.
Antenoche: “Dan una con Brad Pitt. Puede que
esté buena. ¿Vamos?”
¿Y por qué podría resultar buena si el promedio moderno del otro mundo es igual o peor que el del nuestro? Por ninguna razón que no fuera el azar, la pura suerte, el sueño irrealizable de volver al tiempo aquel en que ir al cine era inconcebible como riesgo. En ese entonces no nos decepcionábamos nunca.
Dar con una buena peli es hoy como cazar una
ballena blanca en plena calle Corrientes, y Dios sabe que no exagero. Lo bueno del
caso es que la resignación no significa amoldarse al presente, sino entregarnos
a disfrutar del pasado por completo. Volver a ver una y otra vez,
incansablemente, todas esas películas que nos gustan. Con la repetición casera
el placer del cine ha llegado a parecerse al de escuchar música. Uno espera que Al Pacino diga “it´s
not personal Sonny, it´s strictly business” como
espera que McCartney cante “why she had to go? I don´t know, she wouldn´t say”.
Sin embargo, está en nuestra naturaleza seguir buscando algo nuevo y confiar en la casualidad. Como por arte de magia podía pasar que “Mátalos suavemente”, con Brad Pitt y Ray Liotta, resultara una experiencia cuando menos grata. Liotta es el protagonista de un clásico gangsteril, casi que nada más y nada menos, pero Pitt tiene varias películas geniales en su haber: “Nada es para siempre”, “Entrevista con el vampiro”, “Los hijos de la calle”, “Bastardos sin gloria”. Es además el sucesor de James Dean como ese ícono estético masculino que Hollywood tardó cuarenta años en recobrar, hasta que asomó de la mano de otro rubio muy fachero, Robert Redford. La vi gratis en El Ángel Azul de Córdoba, propiedad de los suegros de mi mejor amigo. Me acuerdo que en mitad de “Nada es para siempre”, cuando el pescador se incorpora sobre el auto descapotado y estampa su sonrisa contra la pantalla y el atardecer de fondo, las minas que había en el cine estallaron al unísono exhalando un muy profundo y reflejo gemido de satisfacción sexual y amor platónico.
“Mátalos suavemente” es malísima de principio
a fin. Si no piramos –hubo quienes lo hicieron– fue porque estábamos con una
buena onda a prueba de todo aburrimiento. A prueba de falsos diálogos
tarantinescos que me hicieron cabecear como Zidane. A prueba del maltrato gratuito al personaje de Liotta y de James
Gandolfini haciendo de Soprano. A prueba de esos hábitos cancheros de Brad Pitt
que pueden ser tan eficaces como vacuos. Para decir que “América no es un país,
sino un negocio donde cada uno se vale por sí mismo” hace falta el carácter de otra película, de otro director. Andrew Dominik es un dato al pedo, apenas retenible para evitarlo en el futuro y apretar fuerte el pulgar cuando crucemos por ese título absurdo que es
“El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford”.
Queríamos
algo que ya no existe. O mejor dicho, que ya está en video y por el cable.
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