“A principios de 1985, el director de cine chileno Miguel Littín -que figura en una lista de cinco mil exiliados con prohibición absoluta de volver a su tierra- estuvo en Chile por artes clandestinas durante seis semanas y filmó más de siete mil metros de película sobre la realidad de su país después de doce años de dictadura militar. Con la cara cambiada, con un estilo distinto de vestir y de hablar, con documentos falsos y con la ayuda y la protección de las organizaciones democráticas que actúan en la clandestinidad, Littín dirigió a lo largo y lo hondo del territorio nacional -inclusive dentro del Palacio de la Moneda- tres equipos europeos de cine que habían entrado al mismo tiempo que él con diversas coberturas legales, y a otros seis equipos juveniles de la resistencia interna. El resultado fue una película de cuatro horas para la televisión y otra de dos horas para el cine, que empiezan a proyectarse por estos días en todo el mundo”.
Así comienza La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, de Gabriel García Márquez, que la Editorial Sudamericana publicó en 1986 con un diseño de tapa por demás encantador.
Lo encontré hace un par de semanas escarbando entre las librerías usadas de la calle Sarmiento y me lo traje por 15 pesetas. Un chiche para la biblioteca. Pero me temo que nada más que eso. Tras que la voz del director de cine ya me venía cayendo medio antipática, llegando a la página 48, durante la primer mañana de incógnito en Santiago y con el equipo italiano filmando a escondidas su reencuentro en la Plaza de Armas, al tipo no se le ocurre mejor capricho que bardear a un carabinero con preguntas arquitectónicas acerca de cierto edificio colonial averiado desde el último terremoto. Molesto por la afrenta, el milico le pide los documentos. A continuación:
“Lo más fácil, por supuesto, era identificarme con el pasaporte, ya probado en varios aeropuertos. En cambio, le temía a una requisa, porque sólo en ese momento me acordé de un error mortal que arrastraba conmigo. En la misma cartera en que llevaba el pasaporte, tenía mi verdadera carta chilena de identidad, que había dejado allí por descuido, y una tarjeta de crédito con mi nombre real. Consciente de que no me quedaba más remedio que asumir el riesgo menos grave, mostré el pasaporte. El carabinero, tampoco muy seguro de lo que debía hacer, le echó una mirada a la foto, y me lo devolvió con un gesto menos áspero.
-¿Qué es lo que quiere saber de ese edificio? -me preguntó.
Yo respiré a pleno pulmón.
-Nada -dije-. Era por joder”.
Habrase visto pelotudo alegre.
Si yo tuviera que quedarme con uno sólo entre mis tres escritores favoritos (García Márquez, Roque Dalton y Jorge Luis Borges) la predilección recaería sin vacilar y por diversas razones en el vecino más ilustre de Palermo Viejo. Dicho esto, justo es confesar que en medidas de placer y cariño ninguno de sus libros supera los Doce cuentos peregrinos del nobel colombiano. Ni siquiera El Aleph, aunque tal declaración sea con justicia merecedora del escarnio. Y para subir la temperatura del infierno revelaré que hasta hoy no he conseguido pisar la segunda hoja otoñal del Patriarca, que Ojos de Perro Azul es desde ya un título ingenioso, y que la aventura de este Pino Solanas araucano ha concluído por ahora en la página 48. Si se me cruza, no descarto el intento de ver la correspondiente película.
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