La reciente condena a prisión perpetua para Alan y William Schlenker por el asesinato de Gonzalo Acro no es sólo el más elocuente dictamen judicial de los últimos tiempos contra la barbarie justificada en la pasión futbolera; es también una advertencia sobre un largo proceso por el cual muchos ciudadanos argentinos de apellido alemán se han escudado en rasgos y orígenes centroeuropeos para excusar un comportamiento exacerbado, que ya desde Arminio hasta Hitler y sus secuaces de todas las etnias viene colmando al mundo de la más sanguinaria gama de muertes inducidas, con genocidios y todo.
Este comentario inicial, que a simple vista podrá ser tildado de germanofóbico, no nos evita inferir que son los Schlenker hijos de una conducta que los forjó fuertes y bien vistos, ya por las damas de la farándula (como Moria Casán, que se fotografió con el apuesto asesino William para la revista Caras un día después de haberse cometido el asesinato de Acro), como por una sociedad lamentable que ve “bien nacido” a todo individuo con sus nobles rasgos y su sonoro apellido; una sociedad tontamente acomplejada, que no encuentra tanta nobleza en los bien criados de rasgos sudamericanos como la encuentra en los hijos de los equivocados de Europa.
Se dirá que Osvaldo Bayer es también alemán, como lo es aún el vasto espíritu de Thomas Mann, Carlos Marx y de los hermanos Grimm. Pero estos saludables nombres de sonoridad centroeuropea, como el de los Schlenker, nunca se valieron de su etimología para ganar camino en el mundo de los pueblos con complejo de inferioridad (como sin duda es el nuestro), sino que salieron al mundo para dar la pauta de que el centro de Europa también construye magia como Brahms, piensa con razón, se enoja con la peligrosa violencia de Bismarck, ejerce lo justo como lo injusto, ama con pasión a veces digna y a veces equívoca y hasta sabe enfrentar al mundo central británico, que aún impera, con dignidad altanera y (hay que decirlo) una voluntad de violenta derrota que hasta a Schopenhauer haría palidecer de tanta verdad agolpada.
Que intente un periodista, por sagaz que fuera, obtener un reportaje hondo a los miembros de la colectividad germánica que, de a miles, habitan, prosperan y hasta mandan en el conurbano bonaerense. Que lo intente y se sorprenderá de la hermosa cultura y la cordialidad indudable propia de los hijos de la Germania Magna; hasta que el reporteado le plante la barrera, esa que le permitió vivir en Sudamérica como en la Renania y que hasta al más humilde de los alemanes le ha valido ser de los mejores entre sudamericanos. Como el SS standartenführer, Adolf Eichmann, devenido Ricardo Klement en Argentina, electricista de la Mercedes Benz de González Catán y buen vecino de San Fernando. Como el cientificista Herr Doktor Josef Rudolf Mengele, impune viajero del Cono Sur. Como el abusador de menores y espía de la temible DINA chilena, Paul Schäfer Schneider. Como los hermanos Alan y William Schlenker, que amparados en el visto bueno que en nuestra patria inspira su nombre y su saludable aspecto rugbier, cometieron sus crímenes mientras eran el nuero perfecto de la suegra sudamericana promedio y viajaban por el mundo con dinero sudamericano y el salvoconducto mundial de un buen parecer ario.
Ahora los Schlenker están condenados por asesinato y porque un proceso judicial los halló culpables. También están en libertad, por razones jurídicas que este humilde redactor no entiende y no le interesa entender. Ahora pueden valerse de las eficaces redes de solidaridad que los estados poderosos han logrado tender en todo el mundo y que permitieron a los alemanes nazis valerse de los buenos alemanes sudamericanos para limpiar sus manos de sangre, ejerciendo buenos y nobles oficios que a un sudamericano que ejerciera mismo trabajo no le rendiría tan buen fruto. Como las redes inglesas que desbarataron la unidad sudamericana. Como el prototipo yankee mormonizando (o debería decir aculturando) en bicicleta por los dominios de la Madre Tierra.
Ante estas advertencias es bueno recordar que un pequeño ciudadano alemán, aunque más enorme que todo el equívoco fervor con que a los pueblos poderosos obsequió la Historia, decía parecerse “al que llevaba el ladrillo consigo para mostrar al mundo cómo era su casa”. Se llamaba Bertolt Brecht, era un amigo del ser humano y deberíamos sospechar que su buena palabra faltó en el ideario agresivo, adinerado y grosero de los hermanos Schlenker.
QUE NOTA PELOTUDA
ResponderEliminarQue nota boluda trata de decir que por ser blanquitos y rubios tienen privilegios en resumen
ResponderEliminarQue nota boluda trata de decir que por ser blanquitos y rubios tienen privilegios en resumen
ResponderEliminarun poco tendencioso, bastante, pero certero en algunos puntos...
ResponderEliminarme tengo que lavar los ojos ante tanta pelotudez junta
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