Todavía no he visto Argo, esa película de Ben
Affleck de la que tanto y tan bien se habla, y que además de varias
nominaciones al Oscar acaba de alzarse con un par de Globos de Oro. ¿De qué trata?
Según parece, todo comienza con la manifestación
de estudiantes iraníes que el 4 de noviembre de 1979 rodearon la Embajada de
Estados Unidos en Teherán para protestar contra la negativa del gobierno
norteamericano de extraditar al recientemente derrocado dictador de Irán, más
conocido como “el Sha”, para juzgarlo por sus varios crímenes. Dicha protesta
culminó con la captura de 66 personas que se encontraban en el edificio, las
cuales fueron mantenidas en calidad de rehenes durante más de un año hasta ser
liberadas en su totalidad. Otras seis personas que también se hallaban aquel día
en la Embajada, aprovecharon la revuelta para escaparse y esconderse en casa de
un diplomático canadiense. Aquí entra el personaje de Affleck, un agente de la
CIA experto en documentaciones falsas a quien se le ocurre sacar a este grupo
montando la farsa de que todos forman parte de una producción cinematográfica
canadiense interesada en filmar una película de ciencia ficción llamada “Argo”.
En el blog La Otra se publica hoy una nota de Oscar
Cuervo en la que se analiza la forma de abordar la crítica de Argo:
Antes que nada: no hay formas correctas y
formas incorrectas de tratar cinematográficamente un tema: digamos, la
revolución iraní, el modus operandi de la CIA o el mundo islámico. Las
objeciones que se le hacen a Argo respecto de que los revolucionarios iraníes
no fueron así o que en la realidad histórica el salvataje de los
norteamericanos fue encarado de una manera distinta a la que se muestra en la
película no van al fondo de la cuestión. Tampoco es decisiva la mayor o menor
simpatía que nos despierte la revolución iraní o la política norteamericana en
medio oriente para pensar en la justificación de Argo. Buscar una supuesta
corrección histórico-política en la forma de filmar una revolución es
totalmente irrelevante.
Luego: hay miradas verdaderas y miradas falsas
sobre el mundo.
Pero: su verdad y su falsedad no se dirimen en
términos de corrección historiográfica o justicia política.
Ni siquiera es relevante medir la corrección
del tratamiento cinematográfico de un asunto en términos éticos. La manera en
que Lanzmann trata el nazismo en Shoah no es ni más ni menos correcta que la
que adopta Tarantino en Inglorious bastards, a pesar de todo cuanto ha hecho
Lanzmann para intimidarnos al respecto.
Digamos: Sokurov adopta en El arca rusa una
posición claramente anti-revolucionaria. ¿Hubiera sido preferible que esta
película dejara mejor parados a los revolucionarios rusos (que quedan replegados
en un fuera de campo inapelable) o que el punto de vista no quedara tan fijado
a la suerte corrida por la princesa Anastasia y sus padres, el zar y la zarina?
La pregunta carece de sentido. ¿Tendría que haber tenido Sokurov una mirada más
equilibrada, sopesando los aportes positivos de la revolución o la injusticia
social del régimen zarista? No creo que se llegue muy lejos por ese lado: si
necesitamos tomar una resolución sobre los zares o sobre los soviets, no nos
hace falta el cine para eso.
Y sin embargo, el cine es un órgano
imprescindible para la experiencia contemporánea del mundo. El arca rusa aporta
una mirada singular e insustituible, abre el mundo desde una perspectiva no más
ni menos correcta, sino desde una perspectiva única. Sokurov despliega una
cadena de significados en relación al tiempo y a los tiempos (el tiempo cronológico,
la historia universal, la temporalidad del relato, la temporalidad puesta en
juego en la música, en la danza, la pintura, la escultura, en el relato
evangélico, el tiempo del habitar y el de recorrer un museo, el tiempo de las
despedidas, el de la muerte propia y el del sueño, el tiempo de la proyección y
de la expectación cinematográficas) que no acaecerían si el director no hubiera
adoptado esta posición y no hubiera filmado esta película. Mientras que
nuestras opiniones sobre la monarquía, el comunismo o el capitalismo transitan
por surcos ya trillados, El arca rusa abre una perspectiva inédita.
Llegados a este punto, quiero decir que Argo
practica un convencionalismo genérico desesperante: no hay en la película de
Ben Affleck un solo planteo narrativo, una resolución dramática, ninguna
caracterización de personajes, ningún ritmo o enfoque de la mirada que no se
atenga a una retórica gastada. Argo habla una lengua muerta. La textura visual,
que en su fotografía, su vestuario y ambientación, incluso en la fisonomía de
los personajes remite inmediatamente a la memoria del cine setentista (es
decir: del cine pre-digital), solo se funda en una conciencia reactiva y
culposa del mainstream hollywoodense. Affleck finge hacer un cine adulto en
reacción a la puerlidad del Hollywood actual. Pero su reacción es tan pueril
como el cine que pretende esquivar.
No es reprochable que los partidarios del
Ayatollah parezcan tan tontos: tonta es la mirada que echa Affleck sobre el
mundo que pone en escena. Es estúpido el sentimentalismo con que el grupo de
diplomáticos norteamericanos afronta su peripecia. Y la vuelta del agente
encarnado por Affleck al ámbito de su resguardo familiar, al final, es también
estúpida. Los norteamericanos no quedan mejor pintados que los iraníes en Argo.
Todo es igualmente banal. Y todo es así porque la película queda atrapada en el
reino de la técnica. Los que la pretenden reivindicar diciendo que no hay que
juzgarla políticamente porque se trata de un thriller no hacen sino confesar la
módica posibilidad que Affleck se (nos) permite: que repasemos el manual de
estilo de las películas de salvataje, que reconozcamos en un juego de plano y
contraplano en el momento en el que los personajes tienen que pasar un control
en el aeropuerto, en el peinado de una actriz, en el marco de los anteojos de
un actor, en la duración de un plano detalle
o en la impostada vacilación de la cámara en mano todas nuestras
nociones sobre las películas de salvataje, para constatar que todo está ahí en
orden. Que simulemos sentir miedo ante la mirada torva o la sonoridad dura del
idioma de los iraníes y que nos sintamos reconfortados cuando Affleck vuelve a
su casita y se permite el aflojamiento de la ternura familiarista.
¿Y entonces? ¿Cómo es que Argo goza de un consenso
tan amplio, cómo es que algunos especialistas protestaron porque la Academia no
distinguió el "gran" trabajo de Affleck con una nominación como
director? ¿Cómo puede ser que algunos levanten la bandera del clasicismo ante
lo que es producto de la pura rutina y obediencia rasa a los procedimientos
genéricos?
Probablemente porque los críticos obligados a
cubrir los estrenos semanales están todo el año expuestos a productos incluso
peores que Argo, porque se sienten maltratados en sus empleos o porque se
resignaron a creer que el cine que los jueves se estrena en las salas
multipantallas es todo el cine. Por algo o por todo eso es que ya se olvidaron
de preguntarse para qué iban al cine.
Para dar mi propia opinión de Argo primero tengo que verla, aunque ya me doy una idea bastante aproximada, me temo, de sus cualidades y cometidos. Mientras tanto quisiera discutir aquí algunos puntos del Cuervo.
Continuará en la próxima entrada.
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