viernes, 10 de junio de 2011

La muerte del poeta

por Juan Bautista Echegaray


El 12 de julio de 1973, Pablo Neruda cumplió en Isla Negra 69 años. Los festejó acompañado por su esposa Matilde Urrutia, Volodia Teitelboim, Gladys Marín, el poeta y diputado mapuche Rosendo Huenumán, el escritor venezolano Miguel Otero Silva, y el editor Gonzalo Losada, a quien Pablo le hizo entrega de ocho libros inéditos: La rosa separada, El mar y las campanas, Jardín de invierno, 2000, El corazón amarillo, El libro de las preguntas, Elegía, Defectos escogidos.

Neruda se hallaba de vuelta en Chile desde principios de año, tras renunciar a su cargo como Embajador en Francia por cuestiones de salud. Tenía cáncer de próstata, el segundo más común entre los hombres después del cáncer de piel, y sólo superado por el cáncer pulmonar en las estadísticas fatales. Sin embargo los médicos que lo atendían opinaban que el mal era controlable y que podía vivir unos años más. A principios de septiembre recibió la visita del secretario general del Partido Comunista Chileno, Luis Corvalán. Juntos analizaron la grave situación política planteada con los paros provocados por la burguesía nacional, el bloqueo económico de los EEUU y los rumores crecientes sobre un inminente golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende. Corvalán le dijo que, en el peor de los casos, sería muy inconveniente para los golpistas meterse con una personalidad mundialmente famosa y respetada como él, a lo que Neruda le respondió: “García Lorca era el príncipe de los gitanos y fíjate lo que le hicieron”.

A las cuatro de la madrugada del 11 de septiembre, escuchando una radio argentina que captaba por onda corta, Neruda supo que la marina chilena se había sublevado en Valparaíso. El 13 de septiembre por la mañana, 40 soldados carapintadas armados con metralletas allanaron la casa de los Neruda. El miércoles 19, Pablo y Matilde dejaron Isla Negra en dirección a Santiago a bordo de un Fiat 125 conducido por Manuel Araya Osorio, chofer, asistente y guardaespaldas del matrimonio desde su regreso a Chile. El trayecto hacia la capital fue un calvario de retenes y maltratos policiales, pero lograron llegar a la Clínica Santa María, donde el Embajador de México había conseguido que cuidaran de la salud del poeta hasta su partida al exilio prevista para el próximo lunes 24.

El asistente cuenta que el día antes de volar hacia México, “Neruda nos pidió a mí y a Matilde que viajáramos a Isla Negra a buscar sus cosas más importantes, entre éstas sus memorias inconclusas. Creo que eran Confieso que he vivido. Dejamos a Neruda acompañado por su hermana Laurita, en excelente estado, tomando todos sus medicamentos. Todos eran pastillas, no había inyecciones. Nosotros nos preocupamos de recoger todo lo que nos indicó. Estábamos en eso cuando Neruda nos llamó como a las cuatro de la tarde a la hostería Santa Elena, donde le dieron el recado a Matilde, quien devolvió la llamada. Neruda le dijo: ‘Vénganse rápido, porque estando durmiendo entró un doctor y me colocó una inyección’. Cuando llegamos a la clínica, Neruda estaba muy afiebrado y rojizo. Dijo que lo habían pinchado en la guata y que ignoraba lo que le habían inyectado. Entonces le vemos la panza y tenía un manchón rojo”.

Osorio fue enviado por órdenes de la Clínica a comprar unos medicamentos para Pablo. En el camino fue capturado por las fuerzas policiales y llevado al centro de detención y torturas instalado en el Estadio Nacional. Mientras tanto, la temperatura de su protegido ascendía hasta el grado del delirio, un ardor que Matilde sofocaba susurrándole las inmensas olas de Isla Negra y el vaivén de las plantas oceánicas.


El poeta murió esa misma noche del domingo 23 de septiembre en la habitación número 406 de la clínica Santa María. El funeral se realizó en el Cementerio General, rodeado por el ejército pinochetista.

El certificado de defunción de Ricardo Neftalí Reyes, alias Pablo Neruda, estableció como causa de muerte la catexia cancerosa, un estado de desnutrición extrema, atrofia muscular y fatiga propio de los enfermos terminales. El abogado Pedro Piña, concejal del Partido Comunista de Chile en la provincia de San Antonio, Valparaíso, donde esta ubicada Isla Negra, asegura que: “Nosotros tenemos testimonios de a lo menos 6 u 8 personas que estuvieron con Neruda los 15 días antes de su muerte que describen que era una persona saludable, que comía, hacia todas sus actividades, incluso Neruda conversó con el embajador de México el día 22 de septiembre, aprontando su viaje hacia México, asilado por el presidente Luis Echeverría. En consecuencia, desde luego que nos causó mucha extrañeza la causa de la muerte en el certificado porque si bien padecía de un cáncer, no estaba para nada en un estado terminal. La otra circunstancia fue que al analizar la prensa de la época, El Mercurio en su edición del día 24 de septiembre de 1973 relata que se le colocó un calmante a Neruda y entró en shock debido a una baja de presión, circunstancia que obviamente no era propia porque Neruda no padecía del corazón. Nosotros hemos conversado con el chofer, con los asistentes, hemos ubicado a una serie de personas que servían incluso domésticamente a Neruda y eso nos causó la duda muy razonable de que la muerte pudo haber sido inducida mientras permanecía en la clínica Santa María”.

Manuel Araya Osorio sobrevivió a la dictadura. Dice no tener duda alguna: “Neruda fue asesinado”. Sostiene que la orden vino de Augusto Pinochet: “¿De qué otra parte iba a salir?”.

El pasado 31 mayo del 2011, el Partido Comunista de Chile representado por su presidente y diputado Guillermo Teillier procedió a presentar ante la Corte de Apelaciones una querella “para que se enjuicie a todo aquel que pudiere resultar responsable por la presunta intervención de terceros en la muerte del poeta y premio Nobel de Literatura, Pablo Neruda. El Partido Comunista de Chile se hace plenamente responsable de este acto”.

Se nos ha dicho que en las horas infernales de la siesta del 11 de septiembre de 1973, atrincherado en el Salón Independencia de la Moneda, Salvador Allende se dio muerte jalando el gatillo de un AK 47. La izquierda chilena nunca creyó dicha versión. Gabriel García Márquez tampoco, tal es así que ese mismo año anunció su propia teoría de los hechos en Crónica de una tragedia organizada.

El colombiano los conocía personalmente a ambos, a Salvador y a Pablo. De Neruda ha dicho que fue “el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma”. Don Gabriel cuenta que una vez se lo encontró en Barcelona:  
Fue el día en que Pablo Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una mañana de caza mayor en las librerías de viejo, y en Porter compró un libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo que hubiera sido su sueldo de dos meses en el consulado de Rangún. Se movía por entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo le parecía un inmenso juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista: glotón y refinado. Aun contra su voluntad, siempre era él quien presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico, las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava. Mientras tanto, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante, y me dijo en voz muy baja:

—Hay alguien detrás de mí que no deja de mirarme.

Miré por encima de su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto. Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el índice.
Viajaba desde Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.

—Sólo la poesía es clarividente —dijo.

Después del almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. Me contó que había vendido sus propiedades de Austria y vivía retirada en Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas. Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo dije.
Ella soltó su carcajada irresistible. “Sigues tan atrevido como siempre”, me dijo. Y no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de tema.

—A propósito —me dijo—: Ya puedes volver a Viena.

Sólo entonces caí en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos conocimos.

—Aun si tus sueños son falsos, jamás volveré —le dije. Por si acaso.

A las tres nos separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el monograma de la almohada impreso en la mejilla.

—Soñé con esa mujer que sueña —dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.
—Soñé que ella estaba soñando conmigo —dijo él.
—Eso es de Borges —le dije. Él me miró desencantado. —¿Ya está escrito?
—Si no está escrito se va a escribir alguna vez —le dije. Será uno de sus laberintos.

Tan pronto como subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros, se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la siesta.

—Soñé con el poeta —nos dijo.

Asombrado, le pedí que me contara el sueño.

—Soñé que él estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió— ¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
(G.G.Márquez, Me alquilo para soñar)

Gabriel y Pablo en París, otoño de 1956

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