Antes de salir a especular como
tarambanas acerca del nuevo papado, creo que la primera fuente de reflexión que
debiéramos haber consultado y compartido es la de aquellos compañeros que desde
la izquierda cristiana llevan muchos años luchando junto a nosotros. Digamos,
por ejemplo, Carlos Alberto Libânio Christo, más conocido como Frei Betto (Belo
Horizonte, Minas Gerais, 1944). El siguiente texto reúne sus dos artículos publicados
hasta ahora sobre el tema:
Tenemos un nuevo papa con el
nombre de dos Franciscos: el de Asís (1182 – 1226) y el de Javier (1506 – 1552)
éste jesuita como él. Un papa que al presentarse al mundo, desde el balcón del
Vaticano, no llevaba los tradicionales distintivos pontificios y pidió a los
fieles que oraran por él. Es significativo que el cardenal brasileño don
Claudio Hummes haya aparecido a su lado en el momento de la presentación. Ahora
sabemos que fue una invitación del mismo elegido. Don Claudio se había sentado
al lado del cardenal Bergoglio durante el cónclave y fue el principal
sostenedor de su elección. No me sorprendió saber que el nombre de Francisco le
fue sugerido por el ex-obispo del ABC de São Paulo, pues don Claudio es
franciscano y a comienzos de la década de 1980 defendió a los obreros
metalúrgicos en una huelga liderada por Lula.
El nombre de un papa revela todo
un programa. En el caso de Francisco hay varios factores relevantes. San
Francisco de Asís es el santo que, siendo hijo de Bernardone, pionero del
capitalismo, criticó el nuevo sistema productivo que generaba miseria. Hasta
entonces la pobreza en Europa occidental era una secuela de guerras y pestes,
pero todos tenían al menos una parcela de tierra para obtener sus alimentos y
criar unos pocos animales que garantizasen su sustento. Gracias a su
manufactura Bernardone llevó a la escasez a muchos artesanos productores de
tejidos. Los tintes eran importados de Francia. Tanta era su admiración por la
nación que ejercía hegemonía sobre Europa occidental, que bautizó a su hijo con
el nombre de Francisco (que significa el que viene de Francia).
Al despedirse en la plaza de
Asís, Francisco rechazó el proceso productivo inaugurado por su padre e hizo
opción por las víctimas, los pobres. San Francisco es también el patrón de la
ecología, amigo de los animales y enamorado del sol y de la luna, a los que
dedicó varios cantos. Al entrar en las ruinas de la capillita de San Damián, en
Asís, el joven Francisco oyó que Jesús le pedía que reconstruyese aquella
pequeña iglesia. Pero mientras él y sus amigos trabajaban en la restauración de
la Porciúncula (hoy ubicada dentro de la catedral de Asís) Francisco comprendió
que la voz divina le estaba haciendo un llamado aún más importante: se trataba
de reformar la Iglesia Católica, lo que le llevó a fundar la Orden de los
Frailes Menores, hoy conocidos como Franciscanos.
Bergoglio es jesuita. Y en los
comienzos de dicha orden religiosa se destaca San Francisco Javier, que
evangelizó en la India y en el Japón. Con toda seguridad el nuevo papa, al
adoptar el nombre de Francisco, pensó en lo que significan para la Iglesia los
ejemplos de ambos Franciscos.
La noticia de que Bergoglio habría
sido cómplice de la dictadura argentina no es cierta, según afirma Adolfo Pérez
Esquivel, premio Nobel de la Paz, en quien confío. Afinando más se podría decir
que Bergoglio no tuvo una actuación profética como sí la tuvieron, en la
dictadura del Brasil, don Paulo Arns, don Helder Camara y don Pedro
Casaldáliga. Fue más parecido en su actuación a don Eugenio Sales, quien
prefirió actuar tras bastidores en defensa de los perseguidos.
Merece atención especial un
detalle: el cardenal polaco Karol Wojtyla fue elegido papa cuando la Guerra
Fría se calentaba y Reagan emprendía una fuerte ofensiva contra el socialismo
en el Este europeo. El pontificado de Juan Pablo II fue marcado por la caída
del muro de Berlín. En la coyuntura actual, en la cual gobiernos populares y
progresistas se extienden por América del Sur –Kirchner, Maduro, Dilma, Mujica,
Morales, Correa– y Raúl Castro preside la CELAC: ¿Tendrá la Casa Blanca en Francisco
un aliado para recuperar su hegemonía sobre el Sur de nuestro continente?
Francisco tendrá que hacerle
frente a retos difíciles. Los mayores serán el imprimir colegialidad al
gobierno de la Iglesia y reformar la Curia Romana. Para moverse en ese nido de
cobras tendrá que remover a presidentes de congregaciones (que en el Vaticano
equivalen a ministerios) y nombrar en su dirección a prelados que por ahora
viven fuera de Roma y son, por tanto, virtualmente inmunes a la influencia de
la “familia curial”, que es quien de hecho ejerce el poder en la Iglesia. Para
modificar la estructura monárquica de la Iglesia tendrá que repensar el
estatuto de las nunciaturas, valorar más a las conferencias episcopales y al
sínodo de los obispos y, quién sabe, crear nuevas instituciones, tales como un
colegio de laicos capaz de representar a la Iglesia como Pueblo de Dios y no
como una sociedad clericalizada pretendidamente perfecta.
No sería raro que dentro de poco
el nuevo papa convocara su primer consistorio, elevando al cardenalato a
obispos y arzobispos de los cinco continentes, y quizás incluyendo a sacerdotes
y laicos, los llamados “cardenales in pectore”, que no son de conocimiento
público. Tal iniciativa debiera incluir al actual arzobispo de Rio de Janeiro,
don Orani Tempesta, pues parece haber incongruencia en el hecho de que la
arquidiócesis carioca no tenga desde hace años un cardenal titular, como lo
tiene São Paulo. Sobre todo considerando que Rio acogerá en julio próximo la
Jornada Mundial de la Juventud, en la que estará presente el nuevo pontífice.
La imagen de la Iglesia Católica
está manchada hoy día por escándalos sexuales y fraudes financieros. No
esperemos del nuevo papa actitudes demasiado valientes mientras Benedicto XVI
le haga sombra en el área del Vaticano. Pero sería una irresponsabilidad que el
papa Francisco no abriera, al interior de la Iglesia, un debate sobre la moral
sexual. En este tema son muchas las cuestiones que necesitan ser profundizadas,
comenzando por la selección de los candidatos al sacerdocio. Ya hay una
instrucción de Roma a los obispos para que no sean aceptados jóvenes
notoriamente afeminados, lo cual me parece una discriminación incompatible con
los valores evangélicos. Equivale a impedir el ingreso a la carrera sacerdotal
de candidatos heterosexuales dotados de una masculinidad digna de Don Juan.
El problema no es cuestión de
apariencia sino de vocación. Si la Iglesia pretende ampliar el número de
sacerdotes necesariamente tendrá que retomar el ejemplo de sus dos primeros
siglos y distinguir entre vocación al sacerdocio y vocación al celibato. Quienes
se sientan en condición de abstenerse de la vida sexual (puesto que sólo a los
ángeles les es dado prescindir de la sexualidad) deben abrazar la vida
monástica, religiosa, mientras que algunos de ellos se conviertan en sacerdotes
para el servicio comunitario. Y al clero diocesano le sería permitido escoger
la vida matrimonial, como sucede en la iglesia ortodoxa y anglicana y entre los
pastores de las iglesias protestantes.
El camino más corto y más sabio
sería que el papa admitiera la reinserción de los sacerdotes casados en el
ministerio sacerdotal. Se calcula que son unos cien mil en todo el mundo.
Muchos quisieran volver al servicio pastoral con derecho a administrar los
sacramentos, incluyendo la eucaristía.
La medida más innovadora sería
permitir el acceso de las mujeres al sacerdocio. No hay precedentes en la
historia de la Iglesia, excepto en los países socialistas donde,
clandestinamente, algunos obispos no muy preparados ordenaron mujeres, cuyo
sacerdocio, al hacerse público, no fue reconocido por Roma. En los evangelios
se citan mujeres notoriamente apóstolas, aunque no figuren en la lista canónica
de los doce apóstoles. En Lucas 8, 1 constan los nombres de mujeres
pertenecientes a la comunidad apostólica de Jesús: María Magdalena, Juana,
Susana “y otras varias”. La samaritana (Juan 4) fue apóstola en el sentido
riguroso del término, o sea la primera persona que anunció a Jesús como Mesías.
Y María Magdalena la primera testiga de la resurrección de Jesús. Facilitar a
las mujeres el acceso al sacerdocio implicaría modificar uno de los puntos más
anacrónicos de la ortodoxia católica, que todavía considera a la mujer
ontológicamente inferior al varón. Es la famosa pregunta en una clase de
teología: ¿Puede un esclavo ser sacerdote? Sí, cuando sea libre, pues en cuanto
hombre goza de la plenitud humana. Pero la mujer, al ser inferior al varón,
está excluida de ese derecho, pues no tiene la plenitud humana.
Al nuevo papa se le presentan
otros desafíos, como el diálogo interreligioso. En los últimos pontificados
Roma ha dado pasos significativos para mejorar las relaciones del catolicismo
con el judaísmo, yendo el papa a visitar el muro de las lamentaciones en
Jerusalén y eliminando la tacha de que los judíos fueron los asesinos de Jesús.
Pero ha retrocedido en relación con los musulmanes. En su visita a la
universidad de Ratisbona, en Alemania, en el 2006, Benedicto XVI cometió la
torpeza de citar una historia del siglo XIV, según la cual el emperador
bizantino le pide a un persa que le muestre “lo que Mahoma trajo de nuevo, y
usted encontrará sólo cosas inhumanas, como su orden de extender por la espada
la fe que predicaba”. Aunque la intención del papa fuera condenar el uso de la
violencia por medio de la religión –en lo que la Iglesia fue maestra por medio
de la Inquisición– la comunidad islámica, con razón, se sintió ofendida. Al
visitar los Estados Unidos en el 2008 Benedicto XVI estuvo en una sinagoga de
Nueva York, pero no visitó ninguna mezquita, lo que habría demostrado su
imparcialidad y su apertura a la diversidad religiosa, además de darle un
mentís al prejuicio estadounidense de que musulmán rima con terrorista. Hay que
profundizar también el diálogo con las religiones de Oriente, como el budismo y
las tradiciones espirituales de la India. Y buscar un mayor acercamiento a los
cultos animistas de África y a los ritos indígenas de América Latina. Ha
llegado la hora de que la Iglesia Católica admita la pertinencia de las razones
que provocaron la ruptura con las Iglesias Ortodoxas y la de Lutero. Y, en un
gesto ecuménico, buscar la unidad en la diversidad, de modo que se pueda dar
testimonio de una sola Iglesia de Cristo.
Habría que reconocer, tal como
propone el concilio Vaticano II, que las semillas del Evangelio fructifican
también en las denominaciones religiosas no cristianas, o sea que fuera de la
Iglesia Católica sí hay salvación.
El papa Francisco tendrá que
optar entre los tres dones del Espíritu Santo ofrecidos a los discípulos de
Jesús: sacerdote, doctor o profeta. Siendo un sacerdote como Juan Pablo II,
tendremos una Iglesia orientada hacia sus propios intereses como institución
clerical, con laicos tratados como ovejas sumisas y con desconfianza frente a
los desafíos de la posmodernidad. Al ser un doctor como Benedicto XVI, el nuevo
pontífice reforzaría una Iglesia más maestra que madre, en la cual la
preservación de la doctrina tradicional importaría más que insertar a la
Iglesia en los nuevos tiempos en que vivimos, incapaz de ser, como san Pablo,
“griego con los griegos y judío con los judíos”.
Asumiendo su munus (rol)
profético, como Juan XXIII, el papa Francisco se empeñará en una profunda
reforma de la Iglesia, para que a través de ella resplandezca la palabra y el
testimonio de Jesús, en el cual Dios se hizo uno de nosotros.
“¡Habemus papam!” Ya sabemos
quién es: Francisco. Primera vez en la historia que un papa adopta el nombre de
aquel que soñó que la Iglesia se derrumbaba y le tocaba a él reconstruirla. El
tiempo dirá en qué quedó todo.