Querían hacerlo callar. Querían
que se muriera. Pero en silencio la muerte les tendió otra trampa y nunca
previeron quedar sepultados en vida bajo el duelo más grande de la historia. Ni
que el menor de los castigos será el suplicio de tener que aguantárselo hablando
y cantando hasta siempre.
Queríamos que viviera. Otro
tiempo, mucho tiempo, todo el tiempo. Pero un rayo caído directo desde la
eternidad nos partió el corazón justo en medio de nuestras plegarias. Creímos
ahogarnos en el desconsuelo de aquella tarde maldita. Y de pronto, empujadas
por la tempestad que se formó del llanto cedieron las puertas del cielo, quedando
expuesta, más clara, todopoderosa y joven que nunca, la realidad conmovedora de
nuestras propias fuerzas.
(JBE, en el martes siguiente)
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