Silvio Rodríguez publicó ayer en su blog una
nota titulada “El sucesor de Chávez”, cuyo autor, Santiago Alba Rico, se ubica
entre los renombrados sabelotodos que se dedican a cubrir el flanco izquierdo
de la ofensiva imperial en curso, lanzada para recuperar los recursos
energéticos perdidos a manos de los movimientos revolucionarios, nacionalistas
y socialistas árabes surgidos en la segunda mitad del siglo pasado. Ofensiva
que se aceleró de manera fulminante a partir de 1998, cuando por obra de un
pueblo en las urnas, el sistema de gobiernos neoliberales organizado para
completar el saqueo de Latinoamérica se quiebra justo en el país dotado con las
mayores reservas petrolíferas del mundo, Venezuela.
Lo sospechosamente llamativo de una nota con
semejante título y saturada de metáforas es que allí brille por su ausencia una palabra clave. Veamos si no:
Ningún ser humano vivió ese proceso geológico
lentísimo de bullicio marino, emergencia de la tierra desde el fondo de las
aguas, división y formación de los continentes, erupción de volcanes y
solidificación de las montañas, que transformó poco a poco el planeta tierra en
un lugar apto para la vida. Pero no es verdad. Todos hemos asistido en la
última década a una especie de aceleración geológica inesperada; todos hemos
visto surgir una montaña, retroceder las olas, formarse un continente. Nadie
podía prever que ocurriese en Venezuela ni que el activador de esta danza
terrestre fuese ese joven y oscuro oficial que en 1992 se quebró el costado en
una fracasada aventura quijotesca. Pero lo cierto es que si algo deben admitir
incluso sus enemigos -que por eso lo combatieron sañudamente- es que Hugo
Chávez y el pueblo venezolano han cambiado en veinte años el destino geológico
de América Latina y la inercia de derrota de la izquierda mundial. Cuando la
“pedagogía del terror” aplicada en el subcontinente americano durante la Guerra
Fría parecía haber logrado sus objetivos, de manera que se podía permitir votar
a los latinoamericanos con la seguridad de que iban a elegir al “candidato
correcto”, la revolución democrática de 1998 en Venezuela volteó todas las relaciones
de fuerza, contaminando su coraje -contagiando su salud- a toda la región. Hugo
Chávez fue la victoria colectiva sobre un miedo de décadas, y hasta de siglos,
como los bosques fueron una victoria sobre el frío mesozoico y el Himalaya una
victoria sobre el diluvio de Tetis.
Los que hemos visitado Venezuela con
regularidad en los últimos años sabemos que este inesperado salto geológico
tiene que ver con un concepto cardinal prolongado años después por los pueblos
árabes: dignidad. No se trata de algo que se pueda conseguir a fuerza de
meditación o a través de la intervención de un psicólogo; ni con retóricas
adulaciones populistas. La dignidad es una fuerza material demiúrgica,
siderúrgica, que cambia, por eso, la propia orografía del terreno y que sube
desde el suelo enraizando y embelleciendo los cuerpos: el derecho al voto, el
derecho a las letras, el derecho a la salud y la vivienda, el descubrimiento
socrático -mientras se saca del bolsillo la Constitución, y no un revolver,
para discutir acaloradamente en la cola del mercado- de la propia capacidad
para intervenir en la hechura material de la existencia y en el destino
político de la nación. Este cambio geológico, cuya importancia a veces es
difícil de medir desde Europa, lo resumía muy bien una mujer del 23 de Enero,
uno de los barrios más pobres y más chavistas de Caracas: “¿Ciudadanos? Ni
siquiera sabíamos que éramos seres humanos”.
Decenas de artículos en estos días destacan los
logros sociales de Chávez y no voy a repetirlos aquí. Tampoco voy a insistir en
los límites y errores de sus políticas, que demuestran, en todo caso, cuánto se
puede meter la pata cuando no se obedece a los mercados y a los estadounidenses
(¿qué error concreto podríamos criticar en Rajoy?). Y tampoco voy a repasar las
mentiras de nuestra prensa, la desinformación sistemática de nuestros medios,
las manipulaciones clasistas y racistas amañadas contra Venezuela, pues son
también otra forma de medir la altura del Himalaya. Pero sí me gustaría
recordar lo que una Europa cada vez menos democrática trata de ocultar a toda
costa: que el proceso constituyente de Venezuela, con sus metástasis
ecuatoriana y boliviana, con sus instituciones continentales, no sólo configura
un proyecto de soberanía regional sin precedentes sino que se toma en serio por
primera vez, incluso “formalmente”, esa democracia que los occidentales
publicitan con misiles y bombardeos en el exterior mientras se la recortan cada
vez más a sus propios ciudadanos.
Alguien dirá que Chávez se muere en el peor
momento, cuando los peligros son mayores, cuando más se le necesita. Pero,
¿cuál habría sido el bueno, el buen momento? Todos podemos morirnos en
cualquier momento y ese momento será siempre uno de los momentos de una lucha
siempre inconclusa. Chávez -hay que aceptarlo- nunca habría podido vivir tanto
como viven los pueblos que lo parieron y que lo seguirán necesitando. Lo que
hay que decir, más bien, es que Chávez surgió en el momento adecuado, desde el
fondo marino, para configurar un nuevo continente, desviar la Patria Grande de
su fatalismo histórico y reordenar, en apenas 14 años, un destino geológico
que, en cualquier caso, necesitará aún muchos años para fertilizar los bosques
y elevar las montañas. En este sentido, Hugo Chávez no tiene posible reemplazo.
Hugo Chávez sólo puede ser sustituido por el pueblo de Venezuela, cuya
responsabilidad adquiere de pronto dimensiones planetarias. Desde ese mundo
árabe que él no supo comprender bien, pero que no puede seguir mirándose en el
espejo de la Europa fracasada y colonial y que por eso mismo, sumergido en la
batalla, debe hugochavizarse y latinoamericanizarse; desde esa Europa fracasada
y colonial al borde de su propio “caracazo”, drogada de narcisismo y tocada de
muerte; desde todos los rincones de un planeta en zafarrancho de muerte, con
dolor, con solidaridad, con esperanza, nos apoyamos hoy en el pueblo de
Venezuela, sucesor del presidente Hugo Chávez, que se fue demasiado pronto como
para no dejarnos inciertos y tristes pero que llegó a tiempo para dejarnos muchos
y fuertes.
Chávez es hoy otro de los nombres de la ladera
en la que nos mantenemos de pie.
Mi comentario en Segunda Cita fue:
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