La noche del martes 23 de marzo de 1976 me fui
a dormir en una habitación de la calle Rocha, entre La Boca y Barracas.
Vivíamos ahí mi madre, mi viejo, mi hermanito, la nana Susana y yo. Mi vieja
tenía 31 años y laburaba en una cooperativa de Avellaneda. Papá tenía 29 y era
el secretario de relaciones políticas de la Federación Juvenil Comunista. Yo
estaba a menos de un mes de cumplir ocho años. De mi poca conciencia del
peligro de aquel tiempo recuerdo cierta tarde de juegos dedicados a la
exploración casera, cuando en el ropero de la pieza matrimonial encontré un
arma, una pistola que mucho después supe era una Ballester Molina calibre 22, herencia
de mi abuelo.
Esa misma noche, en el estudio del hermano de
Don Ricardo Balbín, Avenida de Mayo al 800, al lado del Café Tortoni, dirigentes
de casi todos los partidos se hallaban reunidos para intentar acordar una última
iniciativa de resistencia conjunta que permitiera frenar el inminente golpe. Dadas
sus relaciones multipartidarias, los comunistas habían logrado para dicha
ocasión la dificultosa convergencia de peronistas y radicales. Pero el
encuentro terminó en vano con las primeras horas del miércoles 24, cuando ya
las orugas de los tanques trituraban el asfalto de la avenida.
Al día siguiente las puertas del infierno se
hallaban abiertas de par en par y perros rabiosos de tres cabezas se propagaban
por doquier engullendo familias enteras, matrimonios, hijos, nietos, amigos,
hermanos, conocidos, vecinos, compañeras y compañeros. Para protegerme, mis
padres resolvieron llevarme de inmediato a casa de unos primos maternos que
vivían por Caballito. Chiquín y Zunilda habían llegado de San Juan antes que
nosotros, y recostados en el amor de Buenos Aires habían tenido dos nenas y un
varón apenas mayorcitos que yo: Patricia, Roberto y Anita. Entre ellos, y por
obra y gracia de la inocencia infantil y la solidaridad filial, aquella primera
semana satánica significó para mí sin embargo una breve estadía en el paraíso.
Paraíso edificado sobre la base conyugal de un hogar muy cristiano de presupuestos
docentes empleados con orden y buen gusto. Creo que la familia en pleno se
declaró esa semana en vacaciones para cuidar de mi felicidad. Grandes y chicos,
una semana entera jugando al Ludomatic, al juego de la Oca, a las cartas, a los
dados, a los muñequitos de Titanes en el Ring que venían dentro de los
chocolatines Jack, y todas las noches, una tras otra, después de cenar, a la
aventura de cubilete que más nos apasionaba: “De puerto en puerto”. Esa fue
para mí la Disneylandia que nunca conocí, el país inolvidable de nunca jamás.
En medio del holocausto, la vida de aquel niño era bella.
De vuelta en Barracas, mi viejo siempre
recuerda cierta vez en que él se hallaba desconsolado ante la tele escuchando un
discurso de Videla, y que yo al verlo así le dije: “No estés triste, pa, los
malos van a perder”. A fines del 76 tuvimos que escabullirnos y fuimos a parar
a la otra punta de la ciudad, a un bonito dos ambientes sobre la calle Homero, en
el barrio de Villa Luro. Mi hermanito y yo teníamos la pieza. Los viejos un
sillón cama en el living, durante cuatro años. En la escuela Guido Spano, que
quedaba en la esquina, me hice gimnasta, protagonicé a San Martín cada 17 de agosto,
y terminé la primaria junto al mejor amigo que cualquier pibe haya tenido. Allí
nadie supo nunca a qué se dedicaba mi viejo. La coartada era “trabaja en un
estudio jurídico”. Tal estudio pertenecía al abogado Jimmy Nuguer, íntimo amigo
de la familia y hermano de Hernán, estudiante de arquitectura secuestrado por
comunista el 27 de octubre del año siguiente, días después de que asistiéramos
juntos al ringside del Luna Park, a una velada de boxeo en la que le dí un beso
al Negro Víctor Emilio Galíndez. Todos los compañeros de mi viejo eran
literalmente mis “tíos”. Cuando Patricio me contó que el Tío Hernán había sido
secuestrado, a mí me sonó de película. Y él no sabía qué responderme cuando yo
insistía en preguntar si ya lo habían liberado.
Mucho tiempo después, para un 17 de abril de comienzos
de los noventa, mi novia la Toppy –la reina de la tradición más linda que se
haya elegido en mi pueblo– y yo, viajamos desde Córdoba a Buenos Aires para
festejar mi cumple con la familia. Entre las novedades del primer almuerzo los
viejos contaron que habían ido al cine con su amigo Cheché Dolberg a ver un film extraordinario. Mi viejo la animó a mi vieja para que lo contara: “Running on empty”, “Escapando en el vacío”. El protagonista,
nominado al Oscar por su papel, es River Phoenix, a quien dios tiene en la más
bella gloria. Allí él hace del hijo mayor de una pareja que por causa de un
accidentado sabotaje a los laboratorios de napalm, durante la Guerra de
Vietnam, se ve obligada a andar huyendo de la persecución del FBI. Tanto que
para no dejar rastros, Phoenix, que está aprendiendo a tocar el piano, debe ensayar
sobre un teclado apagado. Mi vieja nos relató la historia emocionada. La vimos en video
meses después en Alta Córdoba.
años aciagos... Emotiva historia.
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