Como todas y todos nos hemos ido dando buena
cuenta, nuestro querido país se llenó por suerte de colombianas y colombianos.
Con ellos ha llegado un nuevo acento, una cierta piel original que andábamos
extrañando, y una propia manera de caminar por la vida y por el mundo que al
fundirse con la nuestra nos hará todavía más fuertes y más bellos. Dios los
bendiga, y que esta tierra los ampare por siempre, o hasta el día en que la
cuerda de su nostalgia se rompa y nos dejen como se deja un amor, para siempre.
Para volver a los llanos de Guadalupe Salcedo, a Aracataca, a las costas del
Caribe, bajo el sol de Bogotá. Este es mi homenaje, mi bienvenida y mi
agradecimiento, queridos hermanos.
De entrada transcribo el corazón de la página
499 de «Vivir para contarla», llegando al final de las memorias que Gabriel
García Márquez eligió para relatar la primera parte de su larga vida. Hacia
dicho momento del libro, Don Gabriel se encuentra vendiendo enciclopedias en la
ciudad de Valledupar, allí donde anualmente se celebra el Festival de la
Leyenda Vallenata. Y a continuación, cinco minutos de un video que cuenta la
historia de «La gota fría» esa famosísima canción popularizada aquí por Carlos
Vives (en la versión de Rafael Escalona) originalmente grabada por Emiliano
Zuleta, su autor, en 1938.
Dedicado a Favio y todo el equipo colombiano que cuida del pub Gibraltar.
Estábamos tomando una cerveza helada en la
única cantina del pueblo cuando se acercó a nuestra mesa un hombre que parecía
un árbol, con polainas de montar y al cinto un revólver de guerra. Rafael
Escalona nos presentó , y él se quedó mirándome a los ojos con mi mano en la
suya.
–¿Tiene algo que ver con el coronel Nicolás
Márquez? –me preguntó.
–Soy su nieto–le dije.
–Entonces –dijo él–, su abuelo mató a mi
abuelo.
Es decir, era el nieto de Medardo Pacheco, el
hombre que mi abuelo había matado en franca lid. No me dio tiempo de asustarme,
porque lo dijo de un modo muy cálido, como si también esa fuera una manera de
ser parientes. Estuvimos de parranda con él durante tres días y tres noches en
su camión de doble fondo, bebiendo brandy caliente y comiendo sancochos de
chivo en memoria de los abuelos muertos. Pasaron varios días antes de que me
confesara la verdad: se había puesto de acuerdo con Escalona para asustarme,
pero no tuvo corazón para seguir las bromas de los abuelos muertos. En realidad
se llamaba José Prudencio Aguilar y era un contrabandista de oficio, derecho y
de buen corazón. En homenaje suyo, para no ser menos, bauticé con su nombre al
rival que José Arcadio Buendía mató con una lanza en la gallera de Cien años de
soledad.
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