Don Gabriel le confesó cierta vez a su amigo
Rafa que Cien años de soledad no era más que «un vallenato de 350 páginas»:
Por Rafael Escalona supe que Manuel Zapata
Olivella se había instalado como médico de pobres en la población de La Paz, a
pocos kilómetros de Valledupar, y para allá nos fuimos. Llegamos al atardecer,
y algo había en el aire que impedía respirar. Zapata y Escalona me recordaron
que apenas veinte días antes el pueblo había sido víctima de un asalto de la
policía que sembraba el terror en la región para imponer la voluntad oficial.
Fue una noche de horror. Mataron sin discriminación, y les prendieron fuego a
quince casas.
Por la censura férrea no habíamos conocido la
verdad. Sin embargo, tampoco entonces tuve oportunidad de imaginarlo. Juan
López, el mejor músico de la región, se había ido para no volver desde la noche
negra. A Pablo, su hermano menor, le pedimos en su casa que tocara para
nosotros, y nos dijo con una simplicidad impávida:
–Nunca más en mi vida volveré a cantar.
Entonces supimos que no sólo él, sino todos los
músicos de la población habían guardado sus acordeones, sus tamboras, sus
guacharacas, y no volvieron a cantar por el dolor de sus muertos. Era
comprensible, y el propio Escalona, que era maestro de muchos, y Zapata
Olivella, que empezaba a ser el médico de todos, no lograron que nadie cantara.
Ante nuestra insistencia, los vecinos acudieron
a dar sus razones, pero en el fondo de sus almas sentían que el duelo no podía
durar más. «Es como haberse muerto con los muertos», dijo una mujer que llevaba
una rosa roja en la oreja. La gente la apoyó. Entonces Pablo López debió
sentirse autorizado para torcerle el cuello a su pena, pues sin decir un palabra
entró en su casa y salió con el acordeón.
Cantó como nunca, y mientras cantaba empezaron a llegar otros músicos. Alguien abrió la tienda de enfrente y ofreció tragos por su cuenta. Las otras se abrieron de par en par al cabo de un mes de duelo, y se encendieron las luces, y todos cantamos. Media hora después todo el pueblo cantaba. En la plaza desierta salió el primer borracho en un mes y empezó a cantar a viva voz en cuello una canción de Escalona, dedicada al propio Escalona, en homenaje a su milagro de resucitar el pueblo.
Cantó como nunca, y mientras cantaba empezaron a llegar otros músicos. Alguien abrió la tienda de enfrente y ofreció tragos por su cuenta. Las otras se abrieron de par en par al cabo de un mes de duelo, y se encendieron las luces, y todos cantamos. Media hora después todo el pueblo cantaba. En la plaza desierta salió el primer borracho en un mes y empezó a cantar a viva voz en cuello una canción de Escalona, dedicada al propio Escalona, en homenaje a su milagro de resucitar el pueblo.
GGM
Vivir para contarla
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